
Pero después de todo, no sabemos
si las cosas no son mejor así,
escasas a propósito…Quizá,
quizá tienen razón los días laborables.[1]
Jaime Gil de Biedma
El contraste es el verdadero motor de todas las euforias y lamentos del ser humano. Parece que no somos capaces de reconocer la dicha si ésta no viene acompañada también de una percepción de su ausencia. Optimum cibi condimentum fames[2]. Hemos tenido que vernos confinados y aislados en nuestras casas para valorar el breve paseo al bajar la basura o un simple apretón de manos. También, al vernos privados de la salida al exterior, nuestro hogar ha perdido la dulce sensación que otorgaba el regreso a casa. Ahora el día se desarrolla íntegramente donde empieza y acaba y vuelve a empezar de nuevo. El teletrabajo ha profanado espacios que antes eran exclusivamente de ocio y reposo. Ha desaparecido el contraste que proporcionaba la separación entre el espacio de trabajo o estudio allá fuera y el de descanso, aquí dentro. Y nuestra casa parece ahora menos hogar.
Afortunadamente, existen otros contrastes para reajustar esa balanza y reforzar la hogaridad de nuestra vivienda. Debemos devolverle a la casa su valor inicial de protección y su calidad de cobijo frente a los elementos. Una protección que damos por descontada porque hemos perdido el contacto con la hostilidad y la fuerza del exterior.
¨La experiencia hogareña más intensa y más agradable se produce cuando la lluvia golpea el tejado durante una tormenta fuerte, magnificando la sensación de calor y protección. Al mismo tiempo, el batido de la lluvia a escasos centímetros de mi piel me coloca en contacto directo con los elementos primarios. Estas sensaciones desaparecen en el caso del habitante de los apartamentos encajonados entre dos forjados de hormigón” (Pallasmaa, 1994)[3].

Es cierto, ya no escuchamos la lluvia. En algún momento decidimos eliminar su rumor a base de engrosar los vidrios y los muros, perdiendo así toda la maravillosa experiencia del contraste de sentirnos guarecidos mientras arrecia el temporal. Enmendémoslo y ahora, frente al diluvio, abramos las ventanas y escuchemos, y reconciliémonos con el techo que nos resguarda. Hagamos cierta esa definición de la casa de Camilo José Cela que tanto le gustaba parafrasear a Sáenz de Oíza: “fruto del amor del hombre con la Tierra, nace la casa, esa tierra ordenada en la que el hombre se guarece, cuando la tierra tiembla -cuando pintan bastos- para seguir amándola” [4].
Estas últimas semanas hemos tenido días sueltos de lluvias breves. Durante el confinamiento, debemos agradecerle al cielo no los días despejados, sino el aguacero que nos amista de nuevo con el espacio que nos protege de la intemperie. El soñador pide un invierno duro:
“¿Una habitación linda no hace más poético el invierno, y el invierno no aumenta la poesía del alojamiento? (…) la buena estación, la estación de la dicha para un hombre soñador y meditabundo, era el invierno, y el invierno en su forma más cruda. Hay gente que se alegra si consigue del cielo un invierno benigno y se siente dichosa cuando lo ve partir. Pero él reclama anualmente al cielo toda la nieve, el granizo y las heladas que puede proporcionarle. Necesita un invierno canadiense o un invierno ruso; lo necesita para su dicha. Su nido sería así más cálido, más cómodo y amado; las luces encendidas a las cuatro, un buen fogón y una alfombra abrigada, y cortinas pesadas que ondulan hasta el piso, una mujer hermosa que le prepara el té desde las ocho hasta las cuatro de la madrugada. Sin invierno no sería posible ninguno de esos goces; todo confort exige una temperatura rigurosa, lo que, por otra parte, cuesta caro; nuestro soñador tiene, por lo tanto, derecho a exigir que el invierno pague honradamente su deuda como paga él la suya” (Baudelaire, 1860) [5].
Con las ventanas abiertas y asomados, esperaremos ansiosos mientras dure este encierro, momentos de absoluta lluvia torrencial que nos devuelvan el contraste perdido del refugio. Aunque, pensándolo bien, después de todo, no sabemos si los cielos lluviosos no son mejor así, escasos a propósito… Quizá, quizá tienen razón los días soleados.
Guillermo Esteban | DTF magazine
Imagénes
Cortesía de la artista. Ig: @anamunozestepa.
Bibliografía
BAUDELAIRE Charles, Los paraísos artificiales, Trad. Luis Echávarri, Ed. Digital Trips, 2014.
CICERÓN Marco Tulio, de Finibus.
GIL DE BIEDMA Jaime, Las personas del verbo, Ed. Seix Barral, Barcelona, 1982.
PALLASMAA Juhani, Identidad, intimidad y domicilio Notas sobre la fenomenología del hogar, 1994.Ensayo recogido en el libro Habitar, Ed. Gustavo Gili, Barcelona, 2016
Enlaces
[1] GIL DE BIEDMA Jaime, Las personas del verbo, Ed. Seix Barral, Barcelona, 1982, pág. 54, poema: Lunes.
[2] Traducción: No hay mejor salsa que el hambre. CICERÓN Marco Tulio, de Finibus II, 28.
[3] PALLASMAA Juhani, Identidad, intimidad y domicilio Notas sobre la fenomenología del hogar, 1994.Ensayo recogido en el libro Habitar, Ed. Gustavo Gili, Barcelona, 2016, pág. 33-34.
[4] ElPaís, “Los bulos del árbol de hormigón”, 18/01/2010, [última consulta 08/04/20]: https://elpais.com/diario/2010/01/18/madrid/1263817466_850215.html
[5] BAUDELAIRE Charles, Los paraísos artificiales, Trad. Luis Echávarri, Ed. Digital Trips, 2014, pág. 353-355.